De un tiempo acá, no muchos por cierto, se celebra cada 31 de octubre como el de las brujas o día de los niños. Los pequeños se disfrazan y van cantando de puerta en puerta: “Ángeles somos, del cielo venimos y pan queremos. Triqui triqui Halloween, quiero dulces para mí, si no hay dulces para mí se te tuerce la nariz…”; en tanto los mayores organizan bailes de disfraces, para divertirse y pasar disfrutando de un buen baile. Nuestro departamento es muy rico en mitos, leyendas y tradiciones que vamos a describir en parte para el deleite y recuerdo de aquellos tiempos en que en familia se contaban cuentos alrededor de una vela y el hogar de la candela.
El “Niño Jesús del Cabuyo”, relato tradicionalista de las gentes de Guaitarilla nos remonta a cuando una pequeña niña encuentra una pequeña figura de madera entre la maleza del sector: “Así, como siempre lo hacía, en aquella mañana de calor y colorido, salió a recorrer de manera desprevenida el sector, llegó a una arada, y algo muy especial le llamó su atención: miró con detenimiento y se fue acercando despacio, casi que lentamente, con temor y precaución fijó su mirada en un pequeño objeto que se perdía entre las ramas secas y la labrada tierra, estiró su brazo derecho para tratar de sacar a flote la pequeña figura, quitó la tierra y las secas ramas al que en un principio consideró era un pequeño muñeco de madera perdido entre la tierra y las hojas secas del lugar.
Cuando lo tuvo entre sus manos continuó limpiando al pequeño muñeco, buscó la quebrada más cercana y le dio todo un baño de limpieza para poder observar en todo su contexto el frágil cuerpecito del que para entonces consideró como un simple y tosco muñeco de madera. Nada contó en casa de su hallazgo y procedió a guardar celosamente el pequeño muñeco que encontró en su tradicional paseo por entre los sembríos y los arados, en una cesta de totora llamada comúnmente «Otavalo».
Una noche, poco tiempo después del hallazgo, María Solarte, tuvo un grato sueño que recreó su mente infantil cuando soñó que aquel pequeño muñeco de madera parecía hablarle al pedir que lo saque de su encierro, que lo lleve al día siguiente a «tomar» el sol sobre los campos de trigales, cebada y maíz. María se queda pensando cuando al despertar recuerda ese dulce sueño. «Sería que soñé» se dice para sí misma, «o fue una simple ilusión», concluye. Observa con detenimiento el sector donde está la pequeña cesta o canasta con su precioso tesoro en su interior, va hasta el lugar, saca el pequeño muñeco de madera, lo besa con especial frenesí y luego lo estrecha de manera reverente contra su pecho, y un algo particular recorre su cuerpo como llena de gracia, de singular alegría que se refleja en su rostro radiante y las dos pequeñas lágrimas que de dicha y de gozo brotaron de sus ojos. Coloca nuevamente la pequeña figura dentro del cesto y torna a su cama para continuar durmiendo.
El Señor de Los Milagros de Túquerres, es una imagen de gran veneración para las gentes de la región que también tiene una interesante historia que recreada por la imaginación del escritor, dice así: “La caravana de trashumantes comerciantes provenientes de la lejana Santafé de Bogotá, habían llegado hasta la tarabita del río Guáitara a la altura de Funes, allí sin que nadie se percatara del cargamento que llevaban, menos de la imagen del Cristo para Quito, los intrépidos jinetes, aprovechando el llegar de un medio día jamás registrado por cronista alguno en el calendario de los tiempos, desmontaron de su cabalgadura y recibieron comida y bebida por parte de sus ocasionales anfitriones, que al darse cuenta de cómo degustaban el «guarapo» puro de la caña, no escatimaron esfuerzo para brindarles uno tras otro de aquella deliciosa fermentación hasta que quedaron profundamente dormidos.
Entre las gentes de la ocasional pascana, estaba «un indio de Túquerres, José Quiscualtud, (quien) quiso aprovechar el descuido de sus amigos y pasó el río con el macho o bestia mejor cargada y luego huyó a casa por caminos conocidos. El animal llegando al pueblo, no quiso avanzar más allá de la plaza y se hecho, totalmente cansado, en un ángulo de la rústica iglesia de bahareque que entonces se levantaba.»
«El buen ladrón José Quiscualtud, temeroso de ser descubierto su pecado, desapareció del lugar mientras tanto, después de esperar toda la tarde sin que el animal pudiera levantarse, el señor Cura y el Alcalde del Resguardo bajaron la carga y ... al abrirla....¡Sorpresa! descubrieron con gran asombro la imagen del Señor que llamaron «Señor de Los Milagros» la que se quedó para siempre y se consagró como protector de la ciudad.»
Otro de los relatos que nos llama poderosamente la atención de nuestros mitos y leyendas de Nariño es el del Cura descabezado, que en versión de Enrique Herrera Enríquez, dice: “Sintió de pronto un ruido salido entre las sombras y vio cruzar delante de él un pequeño montículo fugaz que al llegar al lugar titilante de la tenue luz pudo distinguir que era un gato de color oscuro, cuando sus ojos fulgurantes se clavaron en los de él y lanzó un maullido que estremeció a Carlos Alberto por lo inesperado del momento.
Pasado el susto, cruzó la primera calle y miró hacia el frente, observó a la distancia las cúpulas del templo de Santiago, de corte románico-toscano, de construcción moderna pero con cierta caracterización de recogimiento y de respeto. Pensó cambiar de ruta por un inesperado presentimiento, sin embargo desistió la idea y continúo a paso moderado su camino.
Se acordó de cuentos y leyendas que escuchara un día, cuando aún niño, inocente de las realidades de la vida dejaba ilusionarse por las frases expresivas de la abuela al escuchar de sus labios narraciones de terror, de espanto o de míticos jolgorios que amenizaban las reuniones de familia. Miró de manera prevenida hacia atrás para poder observar con más detenimiento el paso del gato. Recordó que al respecto había muchos agüeros y trató en su mente de captar el verdadero color del pequeño felino, no sabía que responderse así mismo: ¿Era negro? o, era ¿pardo? No sabría precisar. Sintió de pronto un no sé qué, que le obligaba a sacar un cigarrillo para encenderlo y proceder a fumar. Buscó entre sus bolsillos una cerilla y procedió a prender el cigarrillo. Al hacerlo, cuando la llama flameaba tratando de encender el cigarrillo, sus ojos se quedaron fijos mirando hacia el templo de Santiago donde en medio de la penumbra parecía desdibujarse una sombra que a manera de bulto indescriptible se asomaba a la tenue luz de los faroles del contorno de la plazoleta que da marco al templo franciscano.
De principio sintió como un alivio el encontrarse en altas horas de la noche con «alguien», por eso Carlos Alberto procedió a botar a un lado la cerilla con que prendió su cigarrillo y caminó un poco más rápido para el encuentro con ese «alguien». Ese «alguien» comenzó a aparecer y desaparecer del panorama conventual del templo, situación que intranquilizó a Carlos Alberto. ¿Quién podría ser ese «algo» o ese “alguien” que a manera de fantasma aparecía y desaparecía por entre la sombras de la distante penumbra? Sin darse cuenta tenía el cigarrillo apretado entre sus labios, casi mordía de él. Su corazón palpitaba aceleradamente. Sus ojos fijos en un sitial de la penumbra y las manos sudando sin saber porqué.
Carlos Alberto creyó observar con precisión la singular silueta y quedó admirado con lo observado. No precisaba saber que había mirado. ¿Era un hombre corpulento? o, era acaso, ¿un fraile con su caracterizado habito de franciscano? La curiosidad pudo más que el temor y como si alguien lo empujara fue caminando hasta donde se apreciaba la imprecisa y fantasmagórica figura.
Un sudor frío, con un nerviosismo expectante se apoderó de Carlos Alberto, quien de pronto paró su caminar y se encontró cara a cara con la singular figura. Se aterró, el temor ante lo inesperado hizo caer el cigarrillo de sus labios y una sequedad en la garganta amargó su boca cuando con ojos desorbitados pudo constatar que la figura humanoide que tenía frente así era la de un fraile, un cura, un padre con el tradicional hábito que cubría su cuerpo pero con una característica infernal, de espanto: ¡No tenía cabeza¡ ¡Era descabezado! ¡Sangraba el cuello!, tanto así que en la penumbra del sitial en mención podía observarse como daba la impresión de recién habérsela cortado por lo sangrante de su cuello...”
Continuando con esta serie de fantásticos relatos, próximos como estamos de la celebración del Día de Brujas y de los niños, escuchemos ampliación de la festividad en referencia como también apartes de otros dos relatos que nos llevaran a imaginarios donde el terror y la incertidumbre tienen su espacio.
La veraniega población de Funes, según cuenta la tradición tuvo un personaje que sabía adivinar con precisión cuanto se le preguntaba, dando pie para dar origen al siguiente relato: “Algunos menos incrédulos fueron hasta donde Josefa para agradecer y congraciarse con la «sabiduría» de Abrahancito, quien inquieto y molesto se metió a su pieza y comenzó a dar alaridos guturales que su madre comprendió y se sorprendía por los mensajes que ellos llevaba cuando dio respuesta a una y otra inquietud que expresaban los recién llegados, confirmando su poder de saberlo todo en cuanto a los problemas e inquietudes que habían expresado sus ocasionales vecinos.
La noticia de los poderes de «sabelotodo» de nuestro personaje regó como pólvora encendida por toda la región y de un día para otro comenzaron a llegar diversidad de personalidades que querían conocer a quien desde ya se comenzó a llamar como el «Adivino de Funes». El primero que de manera incrédula llegó hasta la humilde casa pajiza de Josefa y su hijo Abrahancito, fue el señor cura párroco del sector quien preguntó ciertas cosas y recibió como respuesta grandes verdades que el pueblo sabía pero callaba para no escandalizar a las beatas del lugar. No tuvo tiempo de evitar el conocimiento que se hacía público a su desconcertante e hipócrita comportamiento, razón por la cual salió persignándose y dándose golpes de pecho, asombrado del saber de su vida por parte de Abrahancito y el escándalo que naturalmente se había formado frente a unas verdades que todos sabían pero suspicazmente habían callado.
El alcalde también llegó a la casa campesina y recibió su merecido cuando el «sabelotodo» contó a su madre la verdad de las andanzas del burgomaestre, y ésta las transmitió sin prudencia alguna ante los concurrentes, que miraron desconfiadamente al alcalde, quien salió sin pronunciar palabra alguna, arrepentido de haber ido hasta donde el personaje que comenzaba a dar publicidad a sus denuncias.
Abrahancito se ganó así una fama y credibilidad que para todos las cosas que decía por intermedio de su madre eran de una absoluta verdad y tenía entonces que respetarse, daba confiabilidad a sus acertados comentarios que solo su madre sabía entender y comprender…
El carro de la otra vida, es un relato que también se populariza entre los conductores de la región que muchos han dicho haber visto en su oportunidad y que de acuerdo a Enrique Herrera Enríquez, se desarrolla así: Metido a profundidad en los recuerdos, tratando de buscar detalles, pequeñas o grandes cosas que su mente olvida, maneja con cuidado el volante de su automotor en tanto de su boca, luego de llevar hasta ella el cigarrillo, exhala bocanadas de humo a manera de circuitos concéntricos que se pierden con gran rapidez cuando logran atravesar el espacio infinito de la negra noche.
Sin saber el porqué, de manera repentina, pregunta a Juan José, ¿cuál es la hora? « ¡Son cerca de las doce!, mi señor», responde el ayudante quien levantando sus ojos hacia el frente de la vía, allá, a la distancia observa cómo un rayo de luz, a manera de las que emanan provenientes de un carro, se va acercando hacia ellos en vía contraria. «Vea, querido amigo, por fin un vehículo automotor se aproxima a nosotros”, dice en su expresiva voz de hombre joven, situación que hace reaccionar a Héctor Edmundo para buscar con antelación un lugar adecuado para dar paso al vehículo automotor que viene por cuanto la carretera es angosta y en ciertos sectores no es posible pasar dos vehículos a la vez.
El camión de Héctor Edmundo con su acompañante Juan José, ha parado, tiene el motor encendido al igual que las luces en espera que avance el vehículo en contrario.
A la distancia, a menos de trescientos metros, el vehículo en contrario también se detiene. Héctor Edmundo, conductor experimentado, apaga e enciende la luz del camión de manera intermitente, señalando puede continuar el vehículo en contrario, éste hace lo mismo, confundiendo por el momento la acción a seguir por parte de Héctor Edmundo quien nuevamente enciende y apaga la luz, recibiendo respuesta similar del conductor del vehículo que viene en la vía contraria, interpretando que puede seguir. El camión de Héctor Edmundo arranca y decide continuar con su trayecto mirando fijamente el sitio proveniente de la luz, el cual como es obvio es cada vez más cerca y de mayor encandecía. De pronto, todo queda oscuro, el camión de Héctor Edmundo y Juan José se frena en seco. Cuando se pretende encender el motor nuevamente, no responde; hay incertidumbre por parte del avezado conductor y cuando éste trata de buscar entre las sombras de la oscura noche el vehículo en contrario, nada encuentra. Una heladez escalofriantemente fría recorre su cuerpo, suda pavorosamente y su escultural musculatura tiembla sin saber porqué, quiere pronunciar palabra y no puede. Un sabor amargo se apodera de su boca y cuando todo parece que para él ha terminado, logra por fin encender el motor del camión, las luces funcionan y arranca como desesperado para tratar de salir lo más rápido posible de tan inesperado impase.
Juan José, está igual de nervioso y confundido que su amigo conductor. Con voz entrecortada, ojos desorbitados, desencajado, pregunta que ha pasado? ¿Dónde está el vehículo en contrario? Todo es confusión y nadie responde. Balbuceando palabras, nervioso, limpiándose el frío sudor de su frente, Héctor Edmundo, conductor del camión, dice en inteligibles palabras: «¡Es el carro del diablo! ¡El carro de la otra vida! ¡No lo mires! ¡No mires hacia atrás! ¡Mira hacia el frente!». Juan José siente que entre sus piernas un líquido cálido aflora sin poder contener, su estómago también se afloja y nada puede hacer para evitar la diarrea que ha comenzado hacer estragos en el asiento del camión.
Héctor Edmundo, comprende lo sucedido, da alientos a su acompañante, saca fuerzas de donde no se tiene y simplemente atina a decir que no se preocupe, que se tranquilice, que el peligro ha pasado, que ya recordaba como muchos de sus colegas conductores le habían referido que por aquel lugar siempre pasaban cosas extrañas, y agradecido de su compañía recordaba de igual manera como varios amigos conductores que viajaban solos por aquel paraje habían sentido la compañía de gente extraña, que de un momento a otro se subían al vehículo, bajando de manera inesperada tal cual como subían, cuando atravesaban dicho sector, ocasionado mortales accidentes de manera inexplicable para las gentes que no en vano reconocía y así denominaban al sector como la «Nariz del Diablo», en tal razón lo mejor era continuar con su camino hasta la población más cercana, como en efecto así se hizo…
Recogiendo los pasos, es una de tantas situaciones que la gente suele decir ha vivido cuando un ser querido, muy cercano, fallece, en versión de nuestro invitado se tiene que: Melba y Rosalba, se abrazaron, lloraron enjugando el cabello con sus lágrimas. Se resistían a creer, a admitir la triste suerte de Juan Alberto y esperaban que ojalá lograra recuperarse para poder manifestar su aprecio por alguien que así esté ausente de su vida sentimental, querían verlo vivo, gozando, disfrutando del placer que tiene quien por su forma de ser se lo merece. Recordaron con nostalgia aquel suceso de Cumbal, la tierra de la madre de Rosalba, cuando se encontraron de manera intempestiva, casi lo matan creyendo que era su novio. Un enamorado silencioso de Rosalba consideró que se había irrespetado a las damas de Cumbal al observar que Juan Alberto estaba de brazo de otra mujer. Se aclararon las cosas y felizmente no pasó nada, pero si fue el comienzo de su declaración de amor días después cuando se encontraron en la ciudad de su habitual residencia.
De pronto, como si una fuerza tenaz, un algo de presión las separase, Melba y Rosalba reaccionar al tiempo ahogando un grito en sus gargantas, obligándolas a levantarse del sillón. Fue como un viento fuerte, frió que las levantó y cerró puertas y ventanas, los cuadros se movieron, parecía como un temblor y un escalofrío recorrió el cuerpo de las dos mujeres, dejándolas como petrificadas cuando a la vista de las dos damas se presentó una sombra que de manera fugaz como llegó se fue. No se podía precisar quien fue o que fue. Se sintió pisadas de persona caminando por entre la sala. Era algo como familiar y a la vez ausente.
Cuando el fenómeno pasó, todo volvió a la normalidad. El teléfono curiosamente sonó, Melba con cierto temor lo levantó y escuchó la voz de su interlocutor, se llevó la mano a la boca y con un ¡No! ¡No! ¡No! ¡No puede ser!, se sentó en el sillón, y haciendo señas a Rosalba pidió a ésta que tome el teléfono, la bella dama lo cogió entre sus manos y con un ¡Alo! ¡Quién habla! ¡Qué pasa!...Espero inquieta la respuesta y cuando la supo, se desplomo sobre el asiento, preguntó a qué horas había sido el luctuoso acontecimiento. Agradeció con un lamento la noticia cuando dijo pesadamente: «Ya sabíamos», colgó. Se dirigió a donde estaba Melba, su fiel amiga y le dijo: ¡Recogió los pasos! ¡Recogió los pasos! ¡Melba, tu eres testigo, Juan Alberto, recogió sus pasos! ¡Vino a despedirse! ¡Está muerto! !Juan Alberto ha muerto!
Son relatos recreados con personajes que nos lleva a vivir, si cabe la expresión, de momentos que se fueron con el imperio de la luz, de la energía eléctrica, de los nuevos aparatos, pero que aún así, todavía encontramos a personas que nos cuenta el encuentro con personajes siniestros, de la otra vida que todavía se resisten a perder su actualidad como lo hemos visto